lunes, 14 de febrero de 2011

Gonzalo de Mata Ferrero, Un gran médico y mejor persona

José Cruz Cabo
Aunque ya hacía años que sabía de sus andanzas, no conocí e intimé con Don Gonzalo de Mata Ferrero, hasta los años sesenta y la primera vez que hablé con él, fue en la Plaza Obispo Alcolea, donde tenía Víctor de la Fuente, el estudio de fotografía, hoy es el Infanta Cristina y la Plaza del Centenario. Había comprado él un magnetofón recién puestos a la venta, y quería registrar el sonido de un pedo. Estuvo más de una hora con esa cantinela pero no lo consiguió grabar. Poco tiempo después de aquello, los de Acción Católica, me hicieron viajar con él para dar unas charlas sobre el seminario en las iglesias de Regueras y Azares, yo entonces no tenía carnet ni idea de tenerlo, y a pesar de lo cerca que íbamos, pasé todo el miedo que quise, porque me iba hablando y soltaba el volante. Después, en los años setenta, se hizo colaborador de nuestro semanario, “El Adelanto Bañezano” siendo yo ya entonces subdirector del mismo, y sus artículos eran muy simpáticos, ya que siempre escribía en broma y, en uno de ellos puso, hablando de las mujeres, “las reinas de la casa” y nosotros nos confundimos y pusimos “las ruinas de la casa”, lo que provocó otro artículo más hilarante aún, porque Gonzalo de Mata Ferrero, todo lo tomaba a broma, menos su profesión y la religión, ya que era un médico muy preocupado por sus pacientes y cristiano a macha martillo. No permitía bromas sobre la religión. Pero el tiempo que estaba en la imprenta, cuando nos traía los artículos suyos, eran de pura broma y de tratarle de tú, si no se enfadaba, aunque fue uno de los pocos médicos que era Doctor en Medicina, no solo Licenciado, como la mayoría.
Después un día tuve un problema de salud, era sábado por la tarde, no había todavía urgencias en el primer centro de salud que tuvo nuestra ciudad, y le llamé a su casa. Me contestó, “te espero dentro de media hora aquí”. Llegué y me mandó pasar a su despacho-clínica, y me hizo el reconocimiento más perfecto que me han realizado en mi vida y me dijo “no tienes nada de importancia”, te compras esto y te inyectas una al día, durante cuatro días y efectivamente los problemas se me pasaron, cuando le dije “qué te tengo que dar por la consulta”, casi me pega. “Anda Pepe, marcha y no te preocupes del pago”. Varias veces, mientras ejerció la medicina y ya jubilado, fui a su casa y nunca quiso cobrarme nada, a pesar de hacerme hasta análisis rápidos de orina.
Hubo muchos domingos, o fiestas de guardar, que nos encontrábamos en la Plaza Mayor por la mañana, y paseábamos un buen rato, su conversación era muy amena y te contaba anécdotas de su vida, ya que estuvo a punto de ser médico militar de la Marina Española, luego le adjudicaron varios pueblos de la zona de Maragatería y posteriormente de La Cabrera, hasta llegar a ser nombrado especialista de la piel para los centros de salud de La Bañeza y Astorga, donde se jubiló, a los setenta años. Por tanto era una persona que tenía muchas vivencias y las solía contar con mucha gracia.
Ya jubilado, le tocó vivir los años de la apertura democrática de España y ponía a los políticos a caldo, porque permitían muchas inmoralidades, ya que él era un inconmovible defensor de la ética y la religión y decía que esas incongruencias de los políticos, le iban a traer muchos quebraderos de cabeza a nuestra nación. Fue también un defensor a ultranza de los grajos, ya que en los muchos árboles de su huerta, tenía una enorme cantidad de nidos de estas aves y decía que eran muy buenos para la agricultura, porque solo se alimentaban de los bichos que perjudicaban a las plantas. De todas las maneras, los vecinos estaban enfadados con él, porque decían que en la primavera y el verano, el chillido de estos pájaros les tocaban diana muy pronto y al final se decidió por vender los árboles, pero le causó mucha pena, ya que él la gozaba contándonos la diferencia de los grajos de su huerta, con otras especies del mismo pájaro, porque había traído a unos ornitólogos para que los estudiaran. La verdad es que el Doctor en Medicina, Gonzalo de Mata Ferrero, fue un hombre entregado a su profesión, profundamente católico y enamorado de su tierra bañezana, donde descansó al final.

lunes, 7 de febrero de 2011

Antonio Martín Toral: Un empresario bañezano de los que engrandecieron la ciudad


José Cruz Cabo
Yo inicié el trato con Antonio Martín Toral y con su hermano Manolo, con motivo de comenzar a dar publicidad de las películas de la semana, en “El Adelanto Bañezano”, en los años sesenta y setenta. Una vez a la semana, cuando los contratos de las películas estaban ultimados, me presentaba en la oficina de su fábrica de harinas, donde hoy está la Oficina de Turismo, para que me dieran la relación de las películas a proyectar en la semana siguiente, comenzando el sábado.
Poco a poco fui conociendo a Antonio Martín Toral, que me asombró por sus grandes conocimientos culturales, por su gran sencillez y amabilidad, y sobre todo por su gran generosidad y caridad. Era un empresario vocacional y conocía el mundo de la empresa y las finanzas a fondo. Era un profesional como la copa de un pino, pero sobre todo era un ser humano excepcional, porque muchas veces estando yo en la oficina, llegaba alguien a pedir una limosna y a nadie se le decía que no, todos llevaban algo, a parte de lo que ayudaban sin que su mano izquierda supiera lo que hacía su derecha. Era un hombre de una gran capacidad intelectual, pero al mismo tiempo era una persona profundamente cristiana y lo demostró en múltiples ocasiones.
Yo llegaba a la oficina y Carlos, el contable que tenían de muchos años, me daba la relación de las películas y cuando ya las tenía y me iba a levantar, para marcharme, siempre me decía Antonio, no tengas prisa, espera un poco más, y entonces nos poníamos a charlar de los avatares de la política, de la economía, de geografía, de historia, de lo que saliera en la conversación, que solía durar alrededor de una hora. Cuando yo cogí confianza con los dos hermanos, le decía a Antonio que me acordaba mucho de su noviazgo, ya que la que fue después su mujer, vivía en la calle Padre Miguélez, por donde yo siendo un chaval y un joven andaba mucho, y por las noches les veía a ambos en el portal de la casa charlando, en aquellos años, las expresiones de cariño no se podían dar en la calle, y que la gente comentaba que eran el príncipe y la cenicienta, porque él era de familia rica, como se decía entonces, y ella era una costurera, que vivía, con sus otras dos hermanas, de vestir a las mujeres. Antonio se reía porque decía “Yo cuando la conocí me gustó, la quise, y no me fijé en nada más que en sus virtudes, y además he sido profundamente feliz con ella”.
Me contaba los problemas que tuvo que vencer en los años cuarenta, para conseguir construir el Cine Salamanca, dado que el hierro era por cupo y podían ponerte pegas y no dejártelo comprar, por lo que tenías que buscar amigos influyentes que te facilitaran la compra. Algunos veranos coincidíamos en el monte, cuando yo salía de trabajar en verano, porque en una de esas tardes nos hicimos amigos de una asturiana que solía estar sola en el monte y todos los días que podíamos, mi esposa y yo, ibamos a acompañarla sobre las seis y media de la tarde. Allí me encontré con ellos varias veces, juntamente con sus inseparables amigos, Pedro Escudero y Francisco Ferreiro. Allí hablábamos de todo y disfrutábamos de la naturaleza y de los buenos olores del campo, mientras hacíamos piernas y comentábamos todas las noticias que surgían tanto a nivel nacional y mundial, como local. La conversación de Antonio era de profundas convicciones y nunca se alteraba por nada, aunque no estuviera de acuerdo, él los desacuerdos los solucionaba hablando e intentando convencer a su interlocutor.
Fueron muchas las conversaciones que mantuvimos y a través de ellas pude apreciar lo mucho que amaba a nuestra y su ciudad, de los esfuerzos que hizo por hacerla más conocida, del arduo trabajo que realizó para mantener abiertas tanto la fábrica de harinas como el Cine Salamanca, pero los años no perdonan y aunque al morir Antonio, siguió su hermano Manolo, ayudado por la familia de Marcelo Toral Pascua, primos carnales, al final hubo que cerrar la fábrica de harinas y posteriormente el grandioso Cine Salamanca, orgullo de nuestra ciudad durante muchos años.