viernes, 12 de diciembre de 2014

60.- “La Moda” mortífera de 1918.-

Hospital improvisado en Kansas (USA) durante la epidemia de gripe de 1918

Hace ahora más de 94 años, la llamada gripe española mató a más de 40 millones de personas en todo el mundo (la Primera Guerra Mundial dejó 9 millones de muertos) y a unas 300.000 en España. Fue probablemente la peor epidemia de todos los tiempos, con más mortandad que la Peste Negra del siglo XIV. La última mortalidad catastrófica de la historia; un infortunio que acabó con más del 5% de la población humana de su tiempo. En España se la llamó “la Pesadilla” o, con el humor negro habitual ante la tragedia, “la Cucaracha”. Se inició pocos meses después de que al menos la provincia de León fuera puesta en alerta y desde el gobierno civil se instara a tomar todo tipo de medidas preventivas frente a la epidemia de tifus exantemático que por entonces invadía Portugal, según la circular que a mitad de abril se dirige a la alcaldía bañezana.
El nombre es inmerecido. Su denominación técnica es gripe tipo A, y su origen, el día 11 de marzo de aquel año, fue norteamericano, y más exactamente un campo de entrenamiento donde se preparaban soldados para aquella contienda. Desde allí, con los movimientos de tropas propios de la confrontación, la epidemia saltó a Europa. No llegó a España hasta el verano, a través de la frontera francesa, fundamentalmente por soldados y trabajadores portugueses camino de su tierra, pero como nuestro país no participaba en aquella guerra y no había por ello censura militar de la prensa, fue el primero donde se dio a conocer en todo su alcance. De ahí el sambenito de gripe española. También es cierto que varias ciudades españolas padecieron una enorme mortalidad, agravada en alguna de ellas, como en Zamora, por el alto contagio producido en los masivos cultos religiosos convocados para pedir la protección divina contra ella, “consecuencia de nuestros pecados” según las autoridades religiosas habían decretado.
De unas u otras maneras, las muertes por aquella gripe, que afectó principalmente a la población más joven, los menores de 5 años y el grupo de edad de 20 a 30, pasaron, debido a las condiciones existentes y a las imprevisiones sanitarias, de las cercanas a las 7.000 de 1917 y los años anteriores a las más de 147.000 de 1918, no volviendo a las ratios previas hasta 1921, y nuestra tierra y toda Castilla la Vieja fue parte de los territorios en los que más se cebó la mortandad, expandida sin otros remedios que las “molestas lavativas desinfectantes y las fumigaciones y sahumerios que tienen que sufrir los viajeros llegados a las estaciones de ferrocarril”. La menor incidencia en las edades más avanzadas pudiera haber tenido relación con la epidemia gripal de finales del siglo anterior (1889-1890), que posiblemente serviría como escudo defensivo a quienes estuvieran en contacto con ella, al igual que habría sucedido en su última y reciente repetición del año 2009.
En la provincia de León el desconcierto era general ante la aparición de esta enfermedad y su rápido desarrollo y cruel letalidad. Los médicos rurales se veían desbordados y asustados al no tener respuestas que ofrecer: “no había soluciones; nadie sabía qué hacer”, dejaría escrito el médico leonés Rafael Santamarta, que ejercía en la provincia zamorana. Es fácil imaginar el pánico que debió cundir en la población ante la continua sucesión de muertes sin explicación. Los testimonios de aquella época son todos terribles, sobre todo por la falta de información. En las estimaciones realizadas aparece la provincia de León con la cifra de 10.000 muertos, una de las más azotadas por la terrible plaga. La mayor mortalidad se asentó, al parecer, en las pequeñas poblaciones, donde las víctimas, si bien no muy cuantiosas en términos absolutos, alcanzaron cifras elevadas en valores relativos, y tal vez por ello dijera años después José Marcos de Segovia en sus Efemérides a propósito de su incidencia en La Bañeza: “Como en la mayor parte de España, se desarrolló también aquí una intensa epidemia de gripe que ocasionó sensibles fallecimientos, aunque no muy numerosos, obligando al ayuntamiento a enfrentar la grave crisis que principalmente trajo para las clases más pobres la persistencia y la extensión de la calamidad”.  
En cualquier caso, la epidemia de gripe del otoño de 1918 se cebó tremendamente con los pueblos de la meseta castellana, intensificando más aún la crisis de subsistencias que ya se padecía, a pesar de que desde años antes (mediados de 1915 al menos) el delegado en la cuarta región del Instituto de Reformas Sociales controlaba desde Oviedo “los precios medios de los artículos de primera necesidad de consumo corriente entre los obreros de la localidad”, al cual se enviaban trimestralmente sus variaciones. Los atacados se contaban por miles, originándose un autentico problema humanitario. En las tierras bañezanas, a primeros de septiembre escaseaba la harina, ya que ningún fabricante de la capital la vendía para ellas y las harineras locales carecían de existencias suficientes para abastecerlas, según se notificaba desde el gobierno civil a la alcaldía de su cabecera, y a finales de octubre se nombra a Darío de Mata Rodríguez delegado de la Junta Central de Abastecimientos para la compra de trigo a precio tasado (44 pesetas el quintal) y para su incautación en caso de que los proveedores no lo entreguen voluntariamente. Por las mismas fechas remiten denuncia los harineros bañezanos al gobernador civil (que la traslada al Sindicato Harinero de León, que la hace suya y la eleva al ministerio) contra los fabricantes de harina de Benavente Conde de la Bisbal y Cía. por vendérsela a 75 pesetas el quintal, y envía la autoridad provincial a La Bañeza 200 pesetas y un lote de “camisetas, mantas y desinfectante para los enfermos pobres del municipio”, mandando al inicio de noviembre un nuevo giro por la misma cantidad y quinina, ampollas de aceite alcanforado y suero antidiftérico. En los centros de enseñanza hubieron de aplazarse los exámenes hasta últimos de enero de 1919 por haber estado cerrados durante la epidemia gripal.
En el municipio de Santa Elena de Jamuz, por ejemplo, fue raro el día, sobre todo en los meses de septiembre, octubre y noviembre, en que no hubo ningún fallecimiento, contabilizándose aquel año 58 en Jiménez, 37 en Villanueva y 35 en Santa Elena, cifras tan alarmantes como lo era el temor al contagio, para cuya evitación se enterraba al difunto cuanto antes (con premura tal que en uno de los entierros el muerto no lo estaba del todo y “rebulló” dentro de la caja). Se acababa de enterrar a un fallecido y ya sonaban las campanas que anunciaban otro óbito, produciéndose aquellos meses en días consecutivas hasta dos o tres cada jornada. “La Moda” no respetaba edades: de los fallecidos en Jiménez 10 fueron niños menores de un año y 14 de menos de diez años, aumentando ya las defunciones considerablemente por encima de las habituales tanto en 1917 (60 en todo el municipio) como en 1919, con 49 decesos.
En el pueblo de Jiménez de Jamuz, por los mortíferos efectos sobre familias enteras de aquel aquí llamado “mal de moda” se hubieron de cerrar algunas casas y otras resultaron bien mermadas: solo sobrevivió Bernardo González (“el ti Buro”) de toda su familia, y fallecieron los dos hijos, Manuel y Candelas, de Ceferino Cabañas Domínguez habidos con su primera esposa. Otra familia sucumbida por completo ante la epidemia fue la de Justo Álvarez Álvarez (peón caminero) y Rosalía González Mateos, de 32 y 29 años, sus hijos María Luisa y Gabriel, de 4 y 1 años, y Fermina y Juana, hermanas de Justo, un conmovedor drama no menor que el de Vicente Murciego de la Fuente y su esposa Bernarda Peñín Vega, de 29 años, a quienes les fallecen los dos hijos, Dominga y Ángel, de 4 y 2 años, entre el 27 y el 31 de julio, y el 17 de septiembre el recién nacido que acaban de tener. Los oficios que más abundan entre los entonces finados jiminiegos son los de alfarero (unas 50 veces, entre ellos una mujer, Josefa Vivas Pastor, de 40 años, soltera, consignada como tal), labrador (menos de 20), y 6 que corresponden a otros varios.

Era juez municipal José Vivas Pastor, y secretario Pedro del Palacio Alonso, y ambos se ven el 28 de octubre de 1918 precisados de abrir el tomo 26 del libro de defunciones del Registro Civil en un cuaderno provisional y sin esperar a que el alcalde los provea del oficial aperturado con las formalidades legales, “ante las muchas defunciones que a consecuencia de la epidemia reinante

están ocurriendo”. 

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