Hospital improvisado en Kansas (USA) durante la
epidemia de gripe de 1918
Hace ahora más de 94 años, la
llamada gripe española mató a más de 40 millones de personas en todo el mundo (la
Primera Guerra Mundial dejó 9 millones de muertos) y
a unas 300.000 en España. Fue probablemente la peor epidemia de todos los
tiempos, con más mortandad que la Peste Negra del siglo XIV. La última
mortalidad catastrófica de la historia; un infortunio que acabó con más del 5%
de la población humana de su tiempo. En España se la llamó “la Pesadilla” o,
con el humor negro habitual ante la tragedia, “la Cucaracha”. Se inició pocos
meses después de que al menos la provincia de León fuera puesta en alerta y
desde el gobierno civil se instara a tomar todo tipo de medidas preventivas
frente a la epidemia de tifus exantemático que por entonces invadía Portugal,
según la circular que a mitad de abril se dirige a la alcaldía bañezana.
El nombre es inmerecido. Su
denominación técnica es gripe tipo A, y su origen, el día 11 de marzo de aquel
año, fue norteamericano, y más exactamente un campo de entrenamiento donde se
preparaban soldados para aquella contienda. Desde allí, con los movimientos de
tropas propios de la confrontación, la epidemia saltó a Europa. No llegó a
España hasta el verano, a
través de la frontera francesa, fundamentalmente por soldados y trabajadores
portugueses camino de su tierra, pero como nuestro país no participaba en aquella
guerra y no había por ello censura militar de la prensa, fue el primero donde
se dio a conocer en todo su alcance. De ahí el sambenito de gripe española.
También es cierto que varias ciudades españolas padecieron una enorme
mortalidad, agravada en alguna de ellas, como en Zamora, por el alto contagio
producido en los masivos cultos religiosos convocados para pedir la protección
divina contra ella, “consecuencia de nuestros pecados” según las autoridades
religiosas habían decretado.
De unas u otras maneras, las
muertes por aquella gripe, que afectó principalmente a la población más joven,
los menores de 5 años y el grupo de edad de 20 a 30, pasaron, debido a las condiciones
existentes y a las imprevisiones sanitarias, de las cercanas a las 7.000 de
1917 y los años anteriores a las más de 147.000 de 1918, no volviendo a las
ratios previas hasta 1921, y nuestra tierra y toda Castilla la Vieja fue parte de
los territorios en los que más se cebó la mortandad, expandida sin otros
remedios que las “molestas lavativas desinfectantes y las fumigaciones y sahumerios
que tienen que sufrir los viajeros llegados a las estaciones de ferrocarril”.
La menor incidencia en las edades más avanzadas pudiera haber tenido relación
con la epidemia gripal de finales del siglo anterior (1889-1890), que
posiblemente serviría como escudo defensivo a quienes estuvieran en contacto
con ella, al igual que habría sucedido en su última y reciente repetición del
año 2009.
En la provincia de León el
desconcierto era general ante la aparición de esta enfermedad y su rápido
desarrollo y cruel letalidad. Los médicos rurales se veían desbordados y
asustados al no tener respuestas que ofrecer: “no había soluciones; nadie sabía
qué hacer”, dejaría escrito el médico leonés Rafael Santamarta, que ejercía en
la provincia zamorana. Es fácil imaginar el pánico que debió cundir en la
población ante la continua sucesión de muertes sin explicación. Los testimonios
de aquella época son todos terribles, sobre todo por la falta de información.
En las estimaciones realizadas aparece la provincia de León con la cifra de
10.000 muertos, una de las más azotadas por la terrible plaga. La mayor mortalidad se asentó, al parecer, en las
pequeñas poblaciones, donde las víctimas, si bien no muy cuantiosas en términos
absolutos, alcanzaron cifras elevadas en valores relativos, y tal vez por ello
dijera años después José Marcos de Segovia en sus Efemérides a propósito de su incidencia en La Bañeza: “Como en la
mayor parte de España, se desarrolló también aquí una intensa epidemia de gripe
que ocasionó sensibles fallecimientos, aunque no muy numerosos, obligando al ayuntamiento
a enfrentar la grave crisis que principalmente trajo para las clases más pobres
la persistencia y la extensión de la calamidad”.
En cualquier caso, la epidemia de
gripe del otoño de 1918 se cebó tremendamente con los pueblos de la meseta
castellana, intensificando más aún la crisis de subsistencias que ya se padecía, a pesar de que desde años antes
(mediados de 1915 al menos) el delegado en la cuarta región del Instituto de
Reformas Sociales controlaba desde Oviedo “los precios medios de los artículos
de primera necesidad de consumo corriente entre los obreros de la localidad”,
al cual se enviaban trimestralmente sus variaciones. Los atacados se contaban
por miles, originándose un autentico problema humanitario. En las tierras
bañezanas, a primeros de septiembre escaseaba la harina, ya que ningún
fabricante de la capital la vendía para ellas y las harineras locales carecían
de existencias suficientes para abastecerlas, según se notificaba desde el
gobierno civil a la alcaldía de su cabecera, y a finales de octubre se nombra a
Darío de Mata Rodríguez delegado de la Junta Central de Abastecimientos para la
compra de trigo a precio tasado (44 pesetas el quintal) y para su incautación
en caso de que los proveedores no lo entreguen voluntariamente. Por las mismas
fechas remiten denuncia los harineros bañezanos al gobernador civil (que la
traslada al Sindicato Harinero de León, que la hace suya y la eleva al
ministerio) contra los fabricantes de harina de Benavente Conde de la Bisbal y
Cía. por vendérsela a 75 pesetas el quintal, y envía la autoridad provincial a
La Bañeza 200 pesetas y un lote de “camisetas, mantas y desinfectante para los
enfermos pobres del municipio”, mandando al inicio de noviembre un nuevo giro
por la misma cantidad y quinina, ampollas de aceite alcanforado y suero
antidiftérico. En los centros de enseñanza hubieron de aplazarse los exámenes
hasta últimos de enero de 1919 por haber estado cerrados durante la epidemia
gripal.
En el municipio de Santa Elena de
Jamuz, por ejemplo, fue raro el día, sobre todo en los meses de septiembre,
octubre y noviembre, en que no hubo ningún fallecimiento, contabilizándose
aquel año 58 en Jiménez, 37 en Villanueva y 35 en Santa Elena, cifras tan
alarmantes como lo era el temor al contagio, para cuya evitación se enterraba
al difunto cuanto antes (con premura tal que en uno de los entierros el muerto
no lo estaba del todo y “rebulló” dentro de la caja). Se acababa de enterrar a
un fallecido y ya sonaban las campanas que anunciaban otro óbito, produciéndose
aquellos meses en días consecutivas hasta dos o tres cada jornada. “La Moda” no
respetaba edades: de los fallecidos en Jiménez 10 fueron niños menores de un
año y 14 de menos de diez años, aumentando ya las defunciones considerablemente
por encima de las habituales tanto en 1917 (60 en todo el municipio) como en
1919, con 49 decesos.
En el pueblo de Jiménez de Jamuz,
por los mortíferos efectos sobre familias enteras de aquel aquí llamado “mal de
moda” se hubieron de cerrar algunas casas y otras resultaron bien mermadas:
solo sobrevivió Bernardo González (“el ti Buro”) de toda su familia, y
fallecieron los dos hijos, Manuel y Candelas, de Ceferino Cabañas Domínguez habidos
con su primera esposa. Otra familia sucumbida por completo ante la epidemia fue
la de Justo Álvarez Álvarez (peón caminero) y Rosalía González Mateos, de 32 y
29 años, sus hijos María Luisa y Gabriel, de 4 y 1 años, y Fermina y Juana,
hermanas de Justo, un conmovedor drama no menor que el de Vicente Murciego de
la Fuente y su esposa Bernarda Peñín Vega, de 29 años, a quienes les fallecen
los dos hijos, Dominga y Ángel, de 4 y 2 años, entre el 27 y el 31 de julio, y
el 17 de septiembre el recién nacido que acaban de tener. Los oficios que más
abundan entre los entonces finados jiminiegos son los de alfarero (unas 50
veces, entre ellos una mujer, Josefa Vivas Pastor, de 40 años, soltera,
consignada como tal), labrador (menos de 20), y 6 que corresponden a otros
varios.
Era juez municipal José Vivas
Pastor, y secretario Pedro del Palacio Alonso, y ambos se ven el 28 de octubre
de 1918 precisados de abrir el tomo 26 del libro de defunciones del Registro
Civil en un cuaderno provisional y sin esperar a que el alcalde los provea del
oficial aperturado con las formalidades legales, “ante las muchas defunciones
que a consecuencia de la epidemia reinante
están ocurriendo”.
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